Aventuras de la Historia

Un día de mal tiempo en esas latitudes puede suponer el cese para algunas actividades de ocio, como el paseo en kayak que teníamos programado y que tuvo que suspenderse por fuertes vientos, muy capaces de arrojar alguno de los enormes fragmentos de hielo flotantes contra tan precario esquife. A escasos metros del hotel se encontraba un acogedor restaurante donde imperaba la tradición culinaria de la zona, ubicación precisamente famosa por acoger a un tipo de langosta ártica que se reproducía en esas gélidas aguas y que enriquece a sopas, guisos y otras elaboraciones capaces de satisfacer a los paladares más exigentes. Y nosotros entendemos el turismo gastronómico como parte sine qua non de unas buenas vacaciones, así que decidimos observar el temporal desde los ventanales de tan recomendable establecimiento a la vez que degustábamos las especialidades locales.

Pero la primavera septentrional nos proporcionaba 24 horas de luz, por lo que para bajar la cena resolvemos destrozar los amortiguadores del coche de alquiler y dirigirnos a la lengua de un glaciar próximo y nada turístico, recomendado por la amable recepcionista del hotel de sempiterna sonrisa e inglés perfecto. También nos advirtió que la rudeza climatológica se vería incrementada a medida que nos vayamos acercando, por lo que recomendó prudencia (algo que siempre viaja con un servidor para, precisamente, no fastidiar el viaje buscando innecesarias emociones).

Tras cinco kilómetros a lo largo de un camino que nacía en el lateral de una carretera, llegamos a nuestro desconocido destino para los GPS, un escenario perfecto para hacer trabajar la imaginación en cuanto a exploración polar se refiere; pero allí no había nada, solo un pequeño montículo de unos escasos diez metros de altura. Luchando contra un viento que dificultaba la bipedestación, conseguí ascender para contemplar una de las maravillas mortales de aquella naturaleza, bella y letal a partes iguales. El instante lo verán plasmado en la imagen que adjunto, donde un servidor se acerca circunspecto al glaciar e intenta apañárselas para realizar los ajustes adecuados en la cámara -como velocidad de obturación y apertura-, para conseguir una mayor calidad de imagen en las condiciones que imponía la naturaleza.

Dentro de una mente que no acostumbra a quedarse en barbecho -tampoco en vacaciones-, empiezan a sucederse recuerdos de los diarios de los grandes exploradores polares y las obras que otros han escrito sobre ellos, cuyos lomos decoran parte de mi biblioteca, superponiendo imágenes intencionadamente al paisaje como el francotirador que, con ambos ojos abiertos, vigila el objetivo con uno y su posición con otro. Me era inevitable recordar tantos pasajes subrayados y señalados de mis libros donde se narran grandes aventuras en las que otros tuvieron que lidiar con la belleza mortal de la naturaleza polar; así que decidí que uno de los capítulos que escribiría iría dedicado a tratar la exploración polar (aspecto que, cuando escriba la segunda parte de Aventuras de la Historia, tendrá más protagonismo):

«No estaba solo: el capitán del «Terror», Crozier, le acompañaba en sus actos y decisiones, observando ambos que lo que era un paraje estéril en la superficie —aunque pingüinos no faltaban— escondía un fecundo océano debajo de ella. El acceso al interior no es viable, por lo que continúan por la costa, dando nombre a numerosos accidentes geográficos y reportando avances científicos, como el descubrimiento de especies animales y vegetales bajo las frías aguas195, todo ello acompañado de una incipiente «locura» en las brújulas que indicaba su proximidad al Polo.

A finales de mes aprecian una anomalía en el horizonte: una nube oscura que va a su encuentro. No se trata de un temporal, sino de una enorme columna de humo que dejaba ver a lo lejos una ignívoma pirámide, de casi cuatro kilómetros de altura sobre el nivel del mar, escupiendo fuego. Se trataba de un volcán en plena erupción cuyas llamas producían una imagen paradójicamente capaz de helar el cuerpo. Bautizaron al volcán como monte Érebo (el más austral de la Tierra en nuestra era) y prosiguieron por la costa, ahora conformada por un muro de hielo de más de cincuenta metros de altura hoy conocido como «barrera de Ross». Treinta y cinco kilómetros alejado de su gemelo, se encuentra el monte Terror, otro volcán sin actividad también situado en lo que hoy es la isla de Ross.

Todo acceso al interior estaba bloqueado, por lo que solo existía la opción de bordear los interminables acantilados de hielo; y en esta acción consiguen batir el récord de latitud meridional, al situarse a 78° 04’ S. Después de un tiempo navegando y desafiando a las polares aguas antárticas, en febrero deciden regresar de su aventura ante a la dificultad que les supondría invernar allí bajo las precarias condiciones en las que se encontraban196.»

Bajo cero – Aventuras de la Historia (Valero, 2024)