Nos levantamos con una fría mañana de fondo, donde un cielo vestido de nubes nos impide contemplar los últimos momentos de la reverberante luna que, días atrás, presidía el horizonte. Cuando no se es muy amigo del frío o este se vuelve extremo, nos da por desear entornos cerrados, confortables y en los que reine el calor, pero permítame… :
«…hablar de una situación que sufrió la expedición de Willem Barents. Después de tener que abandonar el barco, prensado e inutilizado por la banquisa, avanzaron sin rumbo por el desierto de hielo, donde prepararon un cobertizo para pasar el invierno. En su construcción, lucharon contra la naturaleza en todas sus formas: manos congeladas que apenas si rendían para el trabajo, batallas a vida o muerte con los osos polares (cuya grasa utilizaron como combustible para lámparas que les proporcionaban algo de luz en la lúgubre noche polar), frío, frío y más frío. Quienes hemos ascendido por encima del Círculo Polar Ártico conocemos ese gélido ambiente que, irónicamente, quema manos y rostro si se encuentran al descubierto, al igual que la sensación al parpadear de que las pestañas se te quedarían pegadas si sostienes un poco más en el tiempo el parpadeo. Cuando estuvo a punto el cobertizo, entraron en él para resguardarse del frío, aunque «hacía un frío tan extremo que el fuego apenas despedía calor y cuando acercábamos a él los pies, nos quemábamos las medias antes incluso de percibir el calor». Ello comportó la adopción de una medida que casi les cuesta la muerte. Probablemente usted, en situación similar, pensaría en tapar todo hueco por el que se cuele el frío, como hacen los inuit en la confección de sus prendas de piel; a saber, aislarse del aire exterior para mantener caliente el cuerpo. Pues eso mismo hicieron los expedicionarios: se pusieron a trabajar para cerrar toda grieta, cualquier posible conducto que permitiera la entrada de aire frío. Y así, por primera vez sintieron calor en aquellas tierras. Pero al tiempo, la somnolencia provocada por el calor se transformó en desmayo e impotencia física, intoxicando lenta y apaciblemente a los expedicionarios por efecto del dióxido de carbono. Fue gracias a uno de ellos que, gimiendo y arrastrándose, consiguió gatear hasta la puerta de la cabaña —y abrirla para dejar entrar el oxígeno de ese aire glacial, desmayándose inmediatamente después— para que su gran enemigo, el frío aire polar, les salvara la vida.»
(Valero, 2024)
