La primera persona a quien confié la gestación de este libro fue mi amiga Azucena, psicóloga y psicopedagoga de extraordinaria competencia. Han transcurrido ya más de quince años desde aquella conversación y por entonces ni el título ni la arquitectura de los capítulos habían tomado forma. Sin embargo, había en mí una convicción inamovible: era urgente alzar la voz frente a la —cada vez menos silenciosa— epidemia de estupidez programada que corroe nuestro tiempo. Un fenómeno que no solo disuade a las personas de ejercitar un pensamiento crítico, sino que priva sistemática y de forma deliberada de las herramientas necesarias para hacerlo mientras, paradójicamente, provee de artilugios retóricos para “pensar sin saber”; esto es, para fomentar la ilusión de lucidez y la destreza en persuadir a otros mediante un pseudointelectualismo que, en realidad, se limita a la habilidad de convencer al prójimo mediante argumentos que les proporcionan terceros, cuyo enunciado entienden pero no así las consecuencias de llevarlo a la práctica.
Cuando Azucena conoció a fondo el proyecto, lo celebró con entusiasmo. La idea, dijo, era magnífica; el libro, igualmente. Pero me dijo algo: “tu libro cautivará más a quienes menos lo necesitan, mientras que aquellos que realmente lo precisan, difícilmente se acercarán a él, y, si lo hacen, quizá no tengan las herramientas para comprenderlo”. Hoy, a la luz de la experiencia y de los testimonios que recibo de quienes leen El arte de cuidar la mente, debo concederle la razón. El conocimiento suele atraer a quienes ya han emprendido el camino de la reflexión, mientras que aquellos que habitan cómodamente en la ignorancia —normalmente, sin ser conscientes de ello—, rara vez se aventuran a abandonarla.
De igual modo, tal vez ocurra lo mismo con estas líneas: no pretenden halagar a quienes me han brindado elogios ni desestimar a quienes no lo han hecho, sino incitar a todo lector a embarcarse en la empresa —tan ardua como necesaria— de forjar una versión más cultivada de sí mismo, para la cual no solo se ofrece conocimiento, sino que también, en cierto grado, se requiere.
Así, siguiendo la estela de Chesterton, he reemplazado la espada por la pluma, y la he desenvainado con la firme intención de que todos podamos preservar —mediante el conocimiento y el ejercicio riguroso de la razón— nuestro derecho a afirmar que el pasto es verde, aun cuando las huestes de la corrección política impongan sus sofismas prefabricados para persuadirnos de que la realidad —según su credo— no es más que una construcción social.
Por lo tanto, El arte de cuidar la mente es más que un imprescindible en su estantería. Es un escudo y una espada, es una invitación a la resistencia intelectual, un ejercicio de libertad y un don que, al cultivarse, se proyecta inevitablemente sobre todos aquellos que comparten nuestra vida, contribuyendo a una mente más pragmática y preparada. El arte de cuidar la mente es un regalo para usted… y para quienes le rodean.
