Durante el accidentado regreso de 1588, marcado por los fuertes temporales del Atlántico Norte, varios navíos de la Grande y Felicísima Armada fueron arrojados contra la costa occidental de Irlanda. De los sesenta y tres barcos perdidos en la campaña, solo dos se hundieron en combate; el resto sucumbió a la mar. En tierra, los supervivientes del masivo naufragio corrieron suertes distintas, pues algunos fueron acogidos por clanes católicos irlandeses, mientras otros fueron masacrados por las autoridades inglesas, por orden de Isabel I de Inglaterra. Pero fíjese que…
«Esto dejó algo bueno a los irlandeses, que acogieron a esos náufragos españoles a los que la tempestad había sorprendido nuevamente en el mar, estrangulando sus barcos, y que sobrevivieron también al exterminio por parte de soldados ingleses que aguardaban a que llegasen exhaustos a la costa: «Fué forzoso fondearla á media legua de tierra, y allí, perdidas las anclas, se fué sobre las peñas y se destrozó, como otras varias en que iba mucha gente lucida, capitanes, caballeros, mayorazgos, de todos los cuales muy pocos escaparon, porque los más murieron ahogados, y los que nadando ganaron la playa fueron inhumanamente exterminados por los ingleses que guarnecían la isla». Los españoles trajeron consigo un alimento muy completo desde el otro lado del Atlántico, aunque ya se cultivaba y consumía en este, y que no requería de una gran infraestructura para su desarrollo. Se trataba de la patata, un tubérculo andino del cual llegó a vivir más de la mitad de la población irlandesa. Casi tres siglos después, una plaga también llegada del Nuevo Continente se propagó por toda la isla. Se trataba del hongo tifón tardío (phytophthora infestans), originario de México, que destrozó la economía y la vida de gran parte de los irlandeses, en lo que se conoció como «la crisis de la patata» (también «la gran hambruna»), obligándoles a una emigración masiva.»
Aventuras de la Historia (Valero, 2024)
