Se inició un proceso civilizador sin precedentes, que marca el inicio de la Edad Moderna. En aquel momento comenzó la incorporación de un continente entero a un orden jurídico, espiritual y político que daría forma a un mundo nuevo. No fue una invasión desestructuradora, sino la expansión de una civilización capaz de dar unidad donde antes había fragmentación, ley donde imperaba la fuerza, y sentido donde reinaba el mito.
A aquel continente se le arrebató lo que debía ser arrebatado: la esclavitud ritual, el sacrificio humano y la antropofagia, el aislamiento histórico, el estancamiento técnico y la barbarie de siglos de sometimiento del débil al fuerte. Y se le dio, en su lugar, un idioma común, conocimiento, derecho, universidad, arte, cultura… El resultado fue una síntesis inédita, en la que lo hispánico no impuso su ser, ofreciendo forma y progreso. Las Leyes de Indias, la labor de los misioneros, la fundación de ciudades, hospitales y universidades, la enseñanza sistemática de oficios y gramática son testimonio de una vocación civilizadora sin precedentes.
Mientras el modelo depredador anglosajón destruyó, desplazó y borró, España (aunque aún no era conocida por ese nombre, como podemos leer en Aventuras de la Historia, lo usaremos para hacer la lectura más fácil) civilizó, elevó e integró. Allí donde otros sembraron desarraigo, el modelo generador español fundó ciudades. Donde otros borraron lenguas, España otorgó una lengua común. Donde otros aniquilaron pueblos, España los hizo parte de su orden.
La leyenda negra no es solo una falsedad histórica: es un artefacto ideológico de disolución cultural, del que muchos —entonces y ahora— han sacado y siguen sacando tajada. Aceptarla implica renunciar al rigor y asumir como pernicioso lo que en verdad fue una hazaña digna de celebración, recuerdo y auténtico orgullo para todos los pueblos que forman parte del mundo hispánico.
Gustavo Bueno distingue entre imperios generadores e imperios depredadores como dos formas opuestas de expansión histórica. El imperio generador no se limita a dominar o extraer recursos: funda, organiza e integra, construyendo una estructura política y cultural que incluye a los pueblos incorporados mediante la lengua, el derecho, la religión, la educación y la ciudad. Por el contrario, el imperio depredador expolia sin edificar, desplaza sin integrar y abandona sin legado, dejando tras de sí desarraigo y ruina. En esta distinción, la Monarquía Hispánica —según Bueno— encarna el modelo generador por excelencia, mientras que los imperios coloniales anglosajones representan el paradigma depredador.
Siguiendo al filósofo, la Monarquía Hispánica fue un imperio generador: llevó una lengua, una religión, una jurisprudencia, una idea del hombre y del mundo; fundó universidades antes que bancos y ciudades antes que factorías. La América hispánica no fue una colonia al modo inglés: fue parte del cuerpo del imperio, no su periferia desechable (Bueno, 1999; 2004).
Añadiremos aquí un breve fragmento de Aventuras de la Historia:
«En el ocaso de este capítulo, me gustaría dejarle una aclaración de términos que podrían ayudarle a esclarecer este y otros aspectos de la Historia. Para ello, cabe establecer una distinción entre finis operantis —o fin que se propone el sujeto: una intención subjetiva e individual de la acción— y finis operis —o fin objetivo de la acción al cual tiende objetivamente la acción del sujeto; esto es, lo que se pretende que haga el sujeto o se le ha ordenado hacer—. Esta distinción es importante a la hora de aportar raciocinio a un juicio y no dejar que una sostenida persistencia de prejuicios capciosamente enunciados se apodere del intelecto y derive en tópico, como ocurre con este tema.» (Valero, 2024)
Viajemos ahora en el tiempo para revivir los tensos y difíciles últimos días antes del descubrimiento:

7 de octubre de 1492:
Aquella mañana, al alzarse el sol sobre un Atlántico terso, la Niña izó bandera y disparó una lombarda: juraban haber visto tierra, pero se trataba de un espejismo. El Almirante había navegado «a su camino el Güeste», con cuenta parca para la tripulación, y el mar —vivo de sargazo y señales— parecía prometer orillas que aún no existían en ninguna carta. Al caer la tarde, aves en gran multitud cruzaron de Norte a Sudueste; Colón, lector obstinado del mundo, recordó que los portugueses habían descubierto islas siguiendo a los pájaros. Entonces dejó el Oeste y puso proa al Güesudueste (WSW), decisión sobria, casi geométrica, que convirtió la ansiedad en rumbo. En cubierta, la promesa real al “primero que viese tierra” tensaba miradas y silencios; el cielo, límpido, bajaba como una certeza sobre velas y jarcias. La escuadra —Santa María, Pinta y Niña— avanzó con la luz de la tarde y el olor tenue de algas que teñían la superficie marina de un color sanguinolento. Ese giro hacia el WSW —nacido de un cañonazo vano y de un trazo de aves— fue, en realidad, el trazo de la historia.

8 de octubre:
Decía Séneca que “El que no sabe hacia dónde navega, ningún viento le es favorable”, pero el viento soplaba firme aquel lunes 8 de octubre de 1492, y las tres naves avanzaban a vela plena, como si el propio océano quisiera acortar la espera. Llevaban ya más de un mes surcando lo desconocido, y en los curtidos rostros de muchos tripulantes comenzaba a instalarse la sombra de la desesperanza, una mezcla de fatiga, superstición y miedo.
La mar se poblaba de presagios. Los sargazos venían al encuentro de las carabelas, un grupo de pardelas revoloteaban inquietas hacia ningún lugar y el viento les conducía cada instante a un derrotero más alejado de casa.
A bordo, el Almirante fingía tranquilidad. En su cuaderno anotó veinte leguas navegadas —aunque en voz alta dijo once, para no alarmar a los hombres—. Sabía que la tensión crecía. Murmuraciones, quejas sordas, rostros endurecidos por la duda. Habían confiado en él, pero ¿hasta cuándo?
Ninguna carta de navegación guiaba ya su rumbo. Estaban fuera del mundo conocido, en un azul sin nombre teñido de rojo sangre. El viejo mapa de Toscanelli quedaba atrás, y la brújula —que días antes se había desviado misteriosamente— recordaba a todos que habían superado los márgenes de lo cognoscible.
“Ya muchos de la gente murmuraban y se quejaban del largo viaje, y comenzaban a temer por sus vidas, y a perder la esperanza de llegar a tierra alguna. Pero el Almirante los confortaba, mostrándoles la esperanza cierta de ver tierra cada día, y el buen camino que llevaba”. (Colón, 1492–1493)

9 de octubre de 1492 — En el umbral de la fractura:
“Por la experiencia he aprendido que los hombres, cuando no tienen la certeza de una recompensa, se fatigan pronto del riesgo.”
— Tácito, Historias, I, 83.
Aquel martes, el océano amaneció inmóvil. Las velas, antes henchidas, colgaban ahora sin forma y las naves avanzaban con lentitud casi simbólica. La travesía, ya prolongada más allá de lo previsto, había dejado de ser una aventura para convertirse en un peligroso límite. Colón registró veinte leguas en su diario personal y once en la bitácora oficial. Era una estrategia reiterada: ajustar la percepción del trayecto a una distancia más soportable. Con el viento en calma, las dudas dejaron de ser susurros: se discutía la conveniencia de regresar, la legitimidad del rumbo, la autoridad del Almirante.
Las señales de tierra persistían —aves, fragmentos vegetales, residuos de madera a la deriva—, pero ninguna prueba era definitiva ni suficiente para calmar los ánimos allá donde se agotaban las cartas de navegación. No había referencias ni latitudes seguras. Quedaba solo el juicio de quien encabezaba la expedición, y ese juicio hacía tiempo que era cuestionado a bordo.
No hubo choque abierto, pero sí una tensión sostenida que obligó a reforzar guardias, promesas de recompensa y comunicación en cubierta. El 9 de octubre no dejó marcas en los mapas; dejó preparado el conflicto que asomaría al día siguiente y condicionó el desenlace de la semana.

10 de octubre de 1492 — Frontera de mando
Aquel miércoles 10 de octubre, el océano ofrecía escasa resistencia y los tres navíos avanzaban a poca arrancada bajo un viento irregular, en una mar llana, cubierta de sargazos y bajo un cielo sin referentes. A bordo de la Santa María, el Almirante seguía marcando el rumbo a poniente, manteniendo una derrota firme a pesar del creciente malestar de la tripulación.
Ese día, según la relación que años más tarde dejaría escrita Hernando Colón, los pilotos y marineros comenzaron a manifestar su deseo de virar. Llevaban más de treinta días sin avistar tierra y el ánimo había empezado a quebrarse. El cómputo de leguas —registrado por Colón y mantenido deliberadamente por debajo del real— no era ya suficiente para calmar la inquietud. El verdadero cálculo, que superaba con holgura las 700 leguas desde Canarias, era motivo de conversación a media voz en las cubiertas y bajo las velas flojas.
Hernando refiere que la presión llegó al punto de exigir el retorno inmediato[1]. El temor al océano desconocido, el desgaste de la faena diaria y la sospecha de haber perdido el retorno guiaban la queja. Los hermanos Pinzón —hombres de mar experimentados y con ascendiente sobre la gente— intercedieron. Su palabra, unida al prestigio del Almirante, contuvo la fractura. Colón, sin renunciar al mando, aceptó una fórmula de compromiso: daría tres jornadas más de navegación. Si en ese plazo no se descubría tierra, pondría la proa de vuelta. La decisión no quedó registrada en el cuaderno de bitácora, pero fue, según su hijo Hernando, el punto que mantuvo unida la expedición. Tanto unos como otros sabían que ya era demasiado tarde para regresar: los víveres y el agua no bastaban para un retroceso de esa magnitud, y si la estimación sobre la distancia había sido errónea, la ruta de retorno quedaba sellada, por lo que este recurso no fue suficiente para apaciguar la mezcla de ira con desesperación que se gestaba en la expedición. Ya era demasiado tarde para todo menos para mantener la entereza.
Esa noche se mantuvo el rumbo oeste, y las tres naves —con su arboladura entera y sus tripulaciones en incómodo silencio— siguieron haciendo agua hacia lo incierto. En la calma, la amenaza de motín, aunque fue contenida, no se disipó. Y la esperanza se redujo, por primera vez, a una cuestión de tiempo; faltaban tres días para el linchamiento o la gloria.

11 de octubre de 1492 — Entre señales y espera
Al despuntar el alba, el viento mantenía su constancia de través. Las tres embarcaciones proseguían su rumbo por aguas ignotas, con la escota bien templada y el timón firme al oeste. Se anotaron 12 leguas navegadas en la cuenta oficial, aunque el Almirante, según su costumbre, llevaba un registro mayor en su cuaderno privado.
En cubierta, la vigilancia era extrema. Los hombres mantenían turnos estrictos en el alcázar y en la cofa, y se habían reforzado las guardias del castillo de proa, desde donde se oteaba sin descanso la línea del horizonte. Cualquier señal —aves, cañas, sargazo más fresco— era reportada de inmediato, medida y anotada. El mar, aunque calmo, traía indicios dispersos que acrecentaban el presentimiento de cercanía.
Colón se mantenía visible. Recorrió la cubierta de la Santa María al anochecer, con semblante grave. Se le vio trazar líneas sobre la carta portulana y consultar las posiciones de la cruz del sur y del norte verdadero, mientras intercambiaba breves indicaciones con los maestres.
No se registraron motines ni voces disonantes aquel día. El pacto tácito de continuar tres jornadas más —sellado la víspera con los principales de las tripulaciones— había devuelto un orden tenso pero efectivo. Se obedecía, se aguardaba, se tensaba la expectativa.
Al caer la noche, el cielo se presentó despejado. En lo alto, la polar, centelleante, marcaba el rumbo como un hierro frío, y el Almirante dispuso mantener la derrota sin variar una pulgada. En cada cubierta, los hombres sabían que el día siguiente sería decisivo. Lo que estaba en juego ya no era solo tierra: era el sentido entero de la empresa.

12 de octubre de 1492 — Tierra
Desde las primeras horas del día anterior, las señales habían sido inequívocas: un madero labrado, una caña verde aún fresca, una tabla arrastrada por la corriente, una rama con bayas… El mar devolvía objetos que no podían proceder del océano abierto. El Almirante, recogido en su cámara temiendo las repercusiones de una tripulación al borde mismo de la desesperación, anotó cada hallazgo con exactitud, trazando en la carta náutica líneas cada vez más breves entre lo real y lo esperado.
A la caída de la noche, ordenó mantener la vigilancia redoblada. Colocó hombres en turnos rotativos de dos horas en el castillo de proa, en la cofa y junto al timón. Recordó —sin necesidad de repetirlo— que la Corona había prometido diez mil maravedíes de renta anual al primero que avistase tierra firme. Él mismo, semanas atrás, había añadido un jubón de seda como gratificación personal. El premio no era sólo oro: era el honor de ser el primero en confirmar que el océano tenía término.
Las horas avanzaron. La ampolleta señaló las diez, las once, medianoche… Desde la cofa de la Santa María, el propio Almirante creyó ver una luz en el horizonte, leve, oscilante, como de antorcha movida. Lo notificó en voz baja al vigía, que no pudo confirmarlo. Colón anotó el suceso en su cuaderno con la sobriedad del navegante, no con la urgencia del descubridor —este detalle tendrá su trasfondo posteriormente—.
A las dos de la madrugada, cuando el cielo se despejaba en la vertical del este, Rodrigo de Triana, marinero de la Pinta, lanzó el grito que quebró la oscuridad y transformó la desdicha en júbilo:
—¡Tierra! ¡Tierra!
La llamada fue recogida por los marineros, repetida de nave en nave, y confirmada por los oficiales. Se avistaba una línea borrosa de costa en la dirección esperada. Martín Alonso Pinzón, capitán de la Pinta, hizo señales disparando la bombarda, despertando a los dormidos. En cada barco se alzaron voces, vítores y oraciones.
Al amanecer, el perfil de una isla baja y arbolada se dibujaba con nitidez ante la proa. Habían llegado.
Después de 33 interminables días de navegación desde las Canarias —y más de dos meses desde la salida de Palos— la expedición tocaba tierra en lo que los naturales llamaban Guanahaní y los recién llegados bautizarían como San Salvador —posiblemente, debido a su devoción cristiana—. El Almirante vestiría su gala, alzaría el estandarte real, y pondría nombre al lugar según derecho de conquista. Pero nada de eso ocurriría aún. En ese instante, con la luz clara filtrándose entre las jarcias, el silencio a bordo era mayor que el ruido. Había cesado la incertidumbre y se había disipado el conato de motín a bordo. El océano, por fin, tenía otro lado, pero la aventura no habría hecho nada más que empezar, puesto que aún están muy lejos de la ruta hacia la especiería. Ninguno de los tripulantes pudo siquiera imaginar lo que vendría después.
Continúa la travesía en Aventuras de la Historia, donde este y muchos otros episodios clave se narran con escrupuloso rigor documental, pero mediante una prosa ágil de ritmo narrativo, invitándote a revivir grandes gestas a través de sus páginas. Un viaje fascinante que combina el placer de la novela de aventuras con la profundidad del conocimiento histórico y que persigue la máxima horaciana de aprender disfrutando. Cada capítulo abre una puerta para que el lector no solo aprenda, sino que viaje. Si te atrae la Historia contada con precisión y pasión, este libro es para ti.

[1] “Alli X di ottobre si lamentò l’equipaggio che da tanto tempo si navigava senza aver veduto terra, e volevano risolversi a tornar indietro; ma l’Ammiraglio li confortò con buone parole, e gli fece animare col dire che non poteva mancare molto a trovarla; e vedendo che poco giovavano le parole, promise che se in tre giorni non si vedeva terra, egli farebbe ritorno.” (Colón, 1571)
REFERENCIAS:
Bueno, G (1999). España frente a Europa. Alba Editorial.
Bueno, G. (2004). El mito de la cultura: Ensayo de una filosofía materialista de la cultura. Ediciones B.
Colón, C (1492/1992). En Varela, C. (Ed.). Cristóbal Colón. Textos y documentos completos. Madrid: Alianza.
Colón, C (1492–1493). Diario del primer viaje (Transcripción de B. de las Casas), fols. 16r–16v. Manuscrito 9.351, Biblioteca Nacional de España (BNE).
Colón, H (1571). Historie del S.D. Fernando Colombo, nelle quali s’ha particolare & vera relatione della vita & de’ fatti dell’Ammiraglio D. Christoforo Colombo, suo padre (cap. XXXVII). Venezia: Francesco de Franceschi.
Colón, H (ca. 1539). Historie del S.D. Fernando Colombo. Venecia, 1571.
Morison, SE (1942). Admiral of the Ocean Sea. Boston: Little, Brown.
Rumeu de Armas, A. (Ed.). El Diario de Colón. Madrid: Testimonio, 1989.
Valero, A (2024). Aventuras de la historia. Agoeiro.
